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Fachada de la Biblioteca «Gonzalo de Berceo» (Burgos)

La isla del tesoro

Rodrigo Pérez Barredo

La última vez que estuve en la Biblioteca Pública me convertí en el niño que lo hacía por vez primera: una criatura súbitamente fascinada que se adentra con sigilo en un mundo mágico que puede ser una isla desierta, las entrañas de la tierra, la bodega de un barco pirata, el corazón de una jungla misteriosa, la buhardilla de un Londres neblinoso, la superficie de la luna, un versallesco jardín, un torreón con grilletes o las ocultas ruinas de una ciudad perdida. Nadie se extrañó al ver a una criatura tan pequeña deambulando entre los estantes, olisqueando con su naricilla curiosa aquella mercancía de promesas. Con cuidado, sintiéndome invisible, recorrí los anaqueles como aquella primera vez, acudiendo con manos temblorosas a la llamada de los volúmenes más sugerentes. Libros de todos los tamaños y colores se iban apareciendo ante mí como visiones alucinantes, y la avidez de mis ojos quería abarcarlos todos. Con mimo, sintiéndome libre, fui conquistándolos uno a uno, hollando sus hojas latentes, cálidas y suaves como la piel de una criatura recién nacida. Las obras de Salgari me dejaron salitre en las manos y varios zarpazos en la cara. Los libros que hallé de Verne me hicieron ver las estrellas, arder como un volcán y conocer los misterios del fondo del mar. Acaricié el lomo plateado de un lobo de la mano de Jack London, lancé arponazos desde el Pequod y me batí en duelo a las afueras de París. Fue un rato intenso, trepidante, que pasó desapercibido para quienes compartían espacio conmigo, aunque he de suponer que todos ellos estaban viviendo experiencias similares: creí ver a Tom Sawyer corriendo por el pasillo y a Edmundo Dantes liberarse de unos grilletes y escapar a la fuga. Sentí mi respiración fatigada y me apoyé en un estante para descansar. En una biblioteca todo es posible, incluso los sueños. Ya la tarde había claudicado y la noche, afuera, iba abriéndose paso, cuando subí a bordo de la Hispaniola, que iba con rumbo fijo y la acostumbrada tripulación de piratas, con John Silver al timón. Las olas nos zarandeaban, y me calé hasta los pies. En la isla conseguí librarme de aquellos malencarados bucaneros y con el bueno de Ben Gunn vi con mis propios ojos el codiciado tesoro. Antes de que quisiera darme cuenta la biblioteca se había ido deshabitando. Apenas quedaban ya sus trabajadores y algunos pocos náufragos soñadores como yo. Era la hora de marchar. Me encaminé despacio hacia la salida y me despedí amablemente. Nadie debió percibir mi nerviosismo. Tampoco repararon en mis ropas empapadas. Y menos aún en el hecho singular de que saliera de la biblioteca con un loro apoyado en el hombro. Cuando alcancé por fin la calle, fue divertido escuchar al pequeño y juguetón Capitán Flint cacarear: “Quince hombres sobre el cofre del muerto ¡ho-ho-ho! Y una botella de ron”.

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