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Homenaje a la Biblioteca «Gonzalo de Berceo»

Moisés Pascual Pozas

Sala Infantil de la Biblioteca «Gonzalo de Berceo» (Burgos)

La Castilla rural de los cincuenta y primeros sesenta nos trae imágenes de hombres tocados con boina o sombrero de paja, encorvados, segando con la hoz o el dalle, y de caballos y bueyes girando trillos en una parva que era un sombrero de ala ancha y alisada. Las mujeres se rebozaban en el luto, ¿Que es casar, madre? Hija, trabajar, parir y llorar, y los niños jugaban al fútbol con fláccidas pelotas de goma, corrían rodando aros o se buscaban y escondían en los recovecos de la paja y el adobe. También mataban pájaros y disfrutaban viendo copular a los perros, a los que ataban latas o teas improvisadas en las colas para hacer bueno aquel verso de César Vallejo, español de puro bestia. Niños sin libros que un día vieron cómo alguien llegaba al pueblo portando un aparato que tenía un nombre jamás oído: el cinematógrafo. Y los niños abrieron la admiración de sus bocas y se adentraron en la tierra de la fantasía. Y había perros que ladraban a la noche, y cepos disimulados en la nieve, y cazadores de escopeta y galgo y liga traicionera, y negreaban los surcos de hambre y las maletas de cartón se fueron camino de otras tierras donde las hablas sonaban como el rodar de las piedras o el fluir del agua en riachuelo de primavera.
En el pueblo donde me crié había todo eso, y una taberna, y una iglesia, y una escuela, pero era un pueblo con "tantos libros" al alcance de los ojos que cabían en una media fanega. Si se hubiese hecho un listado de títulos, hubiéramos encontrado alguna enciclopedia, catecismos, novelas del oeste, biografías de santos, puede que un atlas, varios Calendarios Zaragozanos y, tal vez, un viejo Quijote en una edición reducida, con ilustraciones quién sabe si del mismísimo Gustave Doré. Los niños vivíamos en una oralidad sin juglares y, muy de tarde en tarde, como cordero en Pascua, llegaba de la ciudad algún tebeo.
La primera biblioteca que conocí la creó de la nada el cura del pueblo. Consistía en una colección titulada Ardilla y por una perra gorda te prestaba un ejemplar. Recuerdo alguna leyenda de Bécquer e historias de la División Azul.. Más tarde, en el seminario, hablando con precisión, apostólica, encontré la segunda biblioteca, ideológicamente entresacada, pero no exenta de textos muy válidos, como Robinson Crusoe o Los cuentos de los Hermanos Grimm. Durante la comida y la cena un alumno de los últimos cursos, uno distinto cada semana, leía subido a un púlpito mientras los demás comíamos atentos o desatentos a la historia, pero en silencio. La lectura nos ayudó a sortear los pasos de un vía crucis de tapias, sabañones, misas, rosarios, lentejas con cocos y la semilla nefasta del sentimiento de culpa por un simple estornudo.
En un viaje en carro a Burgos acompañando a mi padre, con el dinero de la hucha envuelto en un pañuelo bien atado a guisa de bolsa caminera, y a buen recaudo en el bolsillo de los pantalones cortos, compré el primer libro de ficción, la Ilíada, y en otra visita a la lejana y próxima ciudad adquirí el Romancero Gitano, en la librería Cervantes, que se encontraba, si no recuerdo mal, en el Hondillo. Fue el inicio de la biblioteca personal, si bien por el Romancero Gitano pagué un alto precio: lo quemé bien asustado, puro canguelo, en la caldera de la calefacción, y fui castigado a confesión y arrepentimiento públicos, con una penitencia escatológica: limpiar los baños de los futuros apóstoles durante los recreos hasta el final de curso. Fuera ya de “los curas”, admiré la biblioteca del Instituto Cardenal López de Mendoza, en aquel entonces, biblioteca de ver y no tocar. Antes de que funcionara la de la plaza de los tilos cortados en un amanecer negro, solíamos ir a la del paseo del Espolón. No era imposible consultar libros o sacarlos a préstamo, pero porfiando un día sí y otro también con un personal gruñón. Ya en la universidad, esa penuria desapareció, aunque determinados libros solamente se conseguían en las trastiendas de algunas librerías a peso de oro.
Fue por aquellos años cuando el Gamonal actual, merced al recién creado Polo de Desarrollo Industrial, despegó movido por la codicia y el mal gusto. Los campesinos emigraron mayoritariamente a este barrio de la ciudad y, poco a poco, fueron desprendiéndose de su piel labriega y conservadora para adentrarse en la dinámica del proletariado urbano. Barrio lleno de limitaciones tuvo que conquistar el espacio publico y luchar por unos servicios que un urbanismo demencial y una insensibilidad política, cuando no el desprecio, le usurpaban. Es precisamente en este contexto donde nace la Biblioteca Gonzalo de Berceo. Y su labor está ahí, desafiando mentes ruines y oreando pana con olor a naftalina. Libros, material audiovisual, un desempeño ágil y amable al servicio de personas con pocos recursos económicos, pero sobradas de interés por la cultura, biblioteca a imagen y semejanza de la admirable tradición anglosajona donde no se concibe un barrio, una escuela... sin una “Library”. Ya el nombre de Berceo es un referente, y no solo por su adscripción a los albores de nuestra lengua, sino por una admonición ética y un consejo de lo que debe  ser la comunicación y el estilo, y ya sabemos que el estilo es el hombre :
     Los omnes soberbios que roban los mezquinos/ que les tuellen los panes e les beben los vinos/ andarán mendigando corvos, como onzinos,/cuntirán eso misme a los malos merinos.

     Quiero fer una prosa en román paladino/ en qual suele el pueblo fablar a su vezino.

     O tempora, o mores.

Aseguran que casi la mitad de los españoles no lee un libro al año. Uno se pregunta el porqué de este secular rechazo a la cultura y al conocimiento, siempre sospechosos o vistos como adornos superfluos precisamente por aquellos que más debieran apoyarlos. En esos momentos, una nube de melancolía  me envuelve como neblina que confunde o borra el contorno de los objetos que nos sitúan en el espacio. Pero entonces recuerdo al niño que fui, y mi alegría al hojear la Ilíada, y siento agradecimiento y admiración por todas las personas que hacen posible que existan bibliotecas públicas y despiertan la curiosidad con actividades paralelas, aunque el optimismo se quiebre cuando nos preguntamos si la cultura nos hace mejores y más felices. Para muchos el estudio es simplemente un medio de promoción y no una curiosidad permanente, de manera que una vez terminada la carrera, o la oposición, los libros se convierten en meros objetos arrinconados en un desván o, en el mejor de los casos, en adorno de estantería. Y como para muestra basta un botón, se cuenta de cierto regidor al que, en la inauguración de la Feria del Libro, un periodista ingenuo o malicioso, le pidió que le dijera el título del último libro que había leído, y el alcalde, balbuceando en un largo y rasposo silencio, le respondió que el Plan General de Ordenación Urbana. Pero hay gente que sigue leyendo, estudiando, y cuya vida nada tiene de ejemplar. A menudo me pregunto qué sentían los inquisidores que habían leído a San Juan de la Cruz cuando condenaban a los judíos y herejes a la hoguera, qué alma de monstruo habitaba en aquellos generales nazis que escuchaban un concierto de música clásica mientras las chimeneas cercanas ondeaban columnas de humo. ¿Eran ellos mejores que los arrastrapajas de Berceo?, me pregunto, y me pregunto si la cultura es un arma que también destruye y no un zigzag de luz en la oscuridad, un bálsamo que alivia nuestro peregrinar por el tiempo o una mano tendida al necesitado. En el fondo, me digo, eran hombres de un solo libro, y ya se dijo aquello de teme al hombre de un solo libro. O, simplemente, el conocimiento potencie a todos los Jekill y Hyde que habitan este mundo. Y nuevamente regreso a la infancia, y a mi libro preferido, la Odisea, y me veo sin verme en la biblioteca «Gonzalo de Berceo» de Gamonal, navegando por el mar color de vino, y doy gracias a la persona que me entregó el libro, aunque, al salir sienta tristeza porque la fachada, como que se está poniendo fea, ¿qué me dice? Eso parece, pero seguro que regresará Ulises y flecha a flecha enviará al Hades a todos los que bebían su vino, comían su pan y deseaban a Pénelope.

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