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Cuentacuentos en la Biblioteca «Gonzalo de Berceo» (Burgos)

(Adolescencia) Del Espolón a San Juan

José María Plaza

Algunos viajeros tendemos a mirar hacia atrás un instante para coger impulso y retomar el camino con más ímpetu y el paso firme. Cuando esto sucede, la imagen que me llega casi siempre —en esa mirada retrospectiva— es la de Burgos; y si afino la vista, se me dibuja el Paseo del Espolón. No ha de resultar extraño, ya que allí se armó mi adolescencia, esos años en el que los chicos y las chicas éramos dos planetas desconocidos pero, por no sé qué ley de gravedad o atracción, tendíamos a encontrarnos, o más bien, a buscarnos como si fuésemos líneas paralelas. El Espolón, que, después de recorrer medio mundo, considero uno de los paseos más hermosos que he visto nunca, era el lugar de nuestros torpes itinerarios.
 Los chicos de la Merced, las chicas de las Damas Negras y los chicos y las chicas del instituto Cardenal López de Mendoza nos mezclábamos bajo el arco de aquellos árboles que tenían enlazadas sus ramas, algo que tal vez perseguíamos nosotros, como una meta y un sueño. Como brazos que nunca llegaban a rozarse. Al decir “nos mezclábamos”, se quiere indicar “nos seguíamos”, “nos espiábamos”, “nos deseábamos”, “nos desencantábamos”… Téngase en cuenta que entonces los chicos y las chicas estudiábamos en colegios distintos, y lo de las clases mixtas ni siquiera era imaginable. Es normal que las chicas nos pareciesen algo así como marcianas, hermosas y deseables, pero especies desconocidas aún por aprender y conquistar.
Estos recuerdos sentimentales no me están alejando del tema que nos ocupa, que es la biblioteca pública. En el Espolón, en mitad del Paseo del Espolón, en el edificio donde hoy está la sala de arte Consulado del Mar, había una biblioteca, que no sé si entonces era la única de Burgos. Para nosotros era la biblioteca. Y lo era, porque la visitábamos, y la visitábamos porque las chicas subían allí, al primer piso, a consultar enciclopedias o coger algún libro para leer. Nosotros las seguíamos a un cierta distancia y nos sentábamos en la mesa de al lado o en la de enfrente a juguetear con la posibilidad del encuentro hasta que la bibliotecaria, huesuda, anciana y de mal humor, nos echaba la bronca o nos expulsaba directamente. Pero un día, aquella bibliotecaria con moño y aire de inspector desapareció y en su lugar (sólo por una semana) llegó una chica joven y casi minifaldera, ya que enseñaba toda la rodilla, y nosotros decidimos visitar la biblioteca por nuestra cuenta.
Los escritores no contamos nuestra vida, pero retazos de nuestra historia, debidamente macerados por la literatura, se nos cuelan en las novelas. Este incidente de la joven bibliotecaria, y lo que sucedió después, está recreado en mi novela Me gustan y asustan tus ojos de gata (Planeta). En esa biblioteca descubrí un día, como si fuese una revelación, el librito Epigramas, de Ernesto Cardenal, que tomé de la estantería, abrí al azar y apareció, como si supiera de mi desencanto y necesidad, un poema que todavía hoy sigue siendo el bálsamo de Fierabrás para los corazones lesionados: “Al perderte yo a ti, tú y yo hemos perdido…”. Estos versos los recogí luego en mi antología De todo corazón. 111 poemas de amor (SM). Y si lo cito es porque cuando hablo de la poesía en los colegios, casi siempre hago mención a ese rayo de sol que se coló por el cristal y me llevó directamente al libro, al libro que necesitaba en esos momentos.
Como se aprecia por este par de anécdotas, la biblioteca, y más en concreto, la Biblioteca del Espolón, sigue muy presente en mí, tanto en mis recuerdos como en mi obra en marcha. Ese lugar se cerró. Años después se construyó la Biblioteca Provincial en la Plaza de San Juan, a la que acudía con o sin amigos, pues ya me había acostumbrado a moverme entre estantes y volúmenes, y aquel paisaje me resultaba familiar o, cuando menos, cercano. De esta biblioteca guardo anécdotas y recuerdos que aún no he reflejado en ningún libro, pero llegarán. Y no sólo de ella, sino de su prehistoria, del lugar en donde está asentada, que fue el espacio en el que se enredó y movía mi infancia.
 Mis amigos y yo vivíamos en la plazoleta, donde se juntan la calle La Puebla y San Juan, y, como buenos hijos de nuestro tiempo, estábamos todo el día en la calle, cruzábamos el arco (a veces nos santiguábamos delante de la Virgen) y nos íbamos a corretear alrededor de las ruinas del antiguo hospital, que es donde después se levantó Biblioteca. Allí nos subíamos a los árboles, íbamos de rama en rama conquistando el espacio, y también, recolectábamos tila que luego vendíamos por una peseta en una droguería para invertir en alquilar tebeos de El capitán Trueno y El cosaco verde en la tienda de chucherías del arco; tebeos que nos intercambiábamos, aunque estaba prohibido, y leíamos con las piernas al aire en el cauce del río, de cara a ese terreno ruinoso que luego albergaría, y alberga tantos y tantos libros, incluidos, algunos de los que yo he escrito.
Pensándolo bien, aquel lugar ya llevaba en sí la semilla de la lectura y los libros. Mis amigos Emilio, Goyo, José Luis y, especialmente, Pedro y Manolo, lo saben bien, y a ellos les dedico este texto. Ellos me acompañaban en mis correrías por la biblioteca del Espolón y por el descampado en el que luego brotó, como una fuente, la Biblioteca Provincial.

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