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Sala Infantil dfe la Biblioteca «Gonzalo de Berceo» (Burgos)

La biblioteca de Epi

José María Izarra

En 1968, Epi, a despecho de su corta edad, ya era un asiduo de la biblioteca de su pueblo, sita en el edificio del teleclub, justo encima de la sala donde estaba la televisión. Normalmente, pedía Dumbo; le gustaban, sobre todo, las historietas protagonizadas por el tío Gilito, avaro del oro y los dólares, a quien intentaba emular atesorando las chapas de los cuartos y quintos de cerveza,  fundamentalmente de Mahou, El Águila, El León y Gulder, y de los botellines de refrescos, sobre todo de kas, Coca-Cola y, en menor medida, de Fanta, Orangina, Trinaranjus y Schweps; chapas que escondía debajo de una tabla hueca, en el suelo del  desván. De vez en cuando, también pedía la revista Aguiluchos, entonces impresa a dos tintas, negra y verde, en formato de bolsillo, dirigida a niños y adolescentes, y editada por los misioneros combonianos. De esta, le interesaba, especialmente, el comic del capitán Centollo, caballero andante, grande y orondo, y su escudero Meollo, pequeño y delgado como una sílfide. Desternillantes.

Tan aplicado se mostraba Epi en tales lecturas, que la bibliotecaria, doña Domi (muy pálida ella, muy derecha y muy pintada, e invariablemente de negro; parecía una gótica de hoy en día) se fijó en él.
    ―¿Cómo te llamas, majo?
    ―Epifanio, señorita.
    ―¿Y cuántos años tienes?
    ―Nueve, señorita.
    ―¡Huy, nueve ya! ―se llevó las manos a la cabeza. Y añadió a continuación―: Tú ya tienes que empezar a leer cosas más serias.
    ―Sí, señorita.
Al día siguiente, como de costumbre, Epi acudió a eso de las seis de la tarde al teleclub, bordeó la sala de la televisión y subió por la escalera a la primera planta. Rellenó la papeleta de pedido: Dumbo, nº 15. Se la entregó a doña Domi. Esta la miró sonriente, y acto seguido, la rompió en cuatro pedazos. Luego, se acercó a un estantería y extrajo un libro.
    ―Toma ―le entregó un tomito de tapas azules―, empieza por éste.
    ―Bueno ―se encogió de hombros el niño.

De inmediato, se sentó en su sitio habitual y comenzó a hojearlo. No había ni un solo dibujo. Por lo que pudo colegir, aquel libro trataba del Glorioso Movimiento Nacional.
No volvió a visitar el local.
Ese mismo año pidió a los Reyes que le echaran una biblioteca con toda la colección de Dumbo. Su padre le replicó que eso costaba mucho dinero, traicionándose sin querer al desvelar implícitamente el secreto de que los Reyes Magos no existían.
    ―Padre, no se preocupe usted. Guardo un tesoro en el suelo del desván ―adujo Epi, traicionándose, asimismo sin querer, al desvelar implícitamente el secreto de que ya sabía que los Reyes eran los padres.
Los Reyes lo traicionaron, como siempre. Le trajeron dos libros: Marcelino pan y vino y Hombrecitos.

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