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Sala de Audiovisuales de la Biblioteca «Gonzalo de Berceo» (Burgos)

Bibliotecas y bibliotecarios

Jesús Carazo

Cuando yo era un jovenzuelo ávido de exotismos, me gustaba acudir a la biblioteca del Espolón y pedir las memorias de algún explorador del continente africano, o de algún famoso cazador inglés. Casi siempre eran libros editados en los años treinta o cuarenta, libros que despedían un olor fuerte y añejo. Sus ilustraciones tenían la virtud de transportarme a todos aquellos lugares que me había propuesto visitar en cuanto me hiciera mayor. Recuerdo la gran sala tapizada de volúmenes y aquel silencio interrumpido regularmente por el chirrido de las puertas de batientes y los discretos lamentos del entarimado. Me serví de esas visitas para un episodio de El soñador furtivo, aquel donde el protagonista, mientras hojea un libro sobre África, imagina que la paz del recinto se ve bruscamente alterada por la fantástica irrupción de los seis altísimos masai que aparecen en una de las estampas.
En la universidad tuve un compañero que se pasaba las horas en la biblioteca, pero sufría un trastorno extraño y alarmante. Mientras leía, sus dedos reptaban hacia la parte inferior del asiento y comenzaban a hurgar y menear algún clavo o tornillo con tal paciencia y tenacidad que al cabo de un rato conseguían extraerlo del agujero. El muchacho nos lo mostraba entonces con una mezcla de sorpresa y desolación, porque lo más curioso era que esos expolios se realizaban de manera inconsciente, como si la mano de mi compañero se desconectara temporalmente de su cerebro y buscase satisfacer por su cuenta sus devastadoras inclinaciones.
Confieso que después he frecuentado menos las bibliotecas. Suelo establecer con las obras literarias una relación intensa, pasional, que me obliga a subrayar frases y a añadir notas y admiraciones (o signos de interrogación) en los márgenes de las páginas. Como no me es fácil resistir a esos impulsos de crítico vergonzante, he tenido que renunciar a leer libros prestados.
A pesar de mis conflictos con la letra impresa, durante muchos años me atrajo la posibilidad de hacerme bibliotecario. Es la profesión que le adjudiqué a Germán, el protagonista de Después de Praga, una de mis novelas preferidas. Y es que siempre he pensado que, además de difundir el amor a los libros, las bibliotecas deberían ser el motor absoluto de las actividades culturales de una ciudad como la nuestra.

 

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